La smart city funciona en un régimen discursivo que se propone atender problemas de una extraordinaria complejidad. El prólogo a cualquier presentación, informe o estudio que plantee las bondades de la ciudad inteligente estará preñado de alusiones cercanas a lo apocalíptico sobre la acelerada urbanización mundial, los riesgos del cambio climático, sobre los problemas de acceso a los recursos naturales, la inseguridad ciudadana, los ineficientes y derrochadores sistemas de gestión pública, etc. Se trata de un paso introductorio y necesario para construir sobre él el imaginario tecnológico que resuelva estos problemas.
En este sentido, ante problemas complejísimos, la solución aparece sencilla: aplicar inteligencia sobre las tecnologías para que éstas traigan una solución inmediata a problemas intrínsecos a la naturaleza humana, a problemas presentes a lo largo de la Historia, a problemas que dependen de complejas estructuras de poder, a problemas que dependen de comportamientos individuales, a problemas que, en definitiva, tienen mucho más que ver con la política, la sociología, la economía o, casi siempre, una mezcla de todo ello. Esta orientación a solucionar problemas está muy vinculada a una forma de pensamiento conectada con la búsqueda de la eficiencia, pero también con una concepción de la realidad mecanicista en la que para cualquier problema singular existiría también una solución singular, más allá de la visión de conjunto, de las interacciones entre problemas y de la complejidad de los mismos. Esta misma orientación a las soluciones es la que prima la consecución de respuestas tecnológicas a preguntas socio-políticas (problemas) para los que aún tenemos dificultades a la hora de definirlos. Así, los problemas sociales, que es en las ciudades donde se encarnan, pueden definirse como problemas complejos sin una solución única u óptima (wicked problems o problemas retorcidos): un problema retorcido no tiene una formulación precisa y carece de una solución definitiva. Las soluciones a los problemas retorcidos no son de verdadero o falso.
La era de Internet nos ha traído una confianza creciente en el poder de cambiar las cosas. Sin duda, ha liberado muchos espacios para ampliar la libertad individual de la ciudadanía y no es el momento de describir este cambio. Sin embargo, la sociedad conectada también se ha imbuido de una capacidad de confiar en que las soluciones a los grandes problemas son sencillas y que basta la adición de sofisticación tecnológica suficiente allí donde no existe para cambiar el mundo, un pensamiento con suficiente tradición y de renovada actualidad como para saber que tal axioma está expuesto a profundas limitaciones prácticas cuando estamos ante problemas complejos.
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La era de Internet nos ha traído una confianza creciente en el poder de cambiar las cosas. Sin duda, ha liberado muchos espacios para ampliar la libertad individual de la ciudadanía y no es el momento de describir este cambio. Sin embargo, la sociedad conectada también se ha imbuido de una capacidad de confiar en que las soluciones a los grandes problemas son sencillas y que basta la adición de sofisticación tecnológica suficiente allí donde no existe para cambiar el mundo, un pensamiento con suficiente tradición y de renovada actualidad como para saber que tal axioma está expuesto a profundas limitaciones prácticas cuando estamos ante problemas complejos.
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