martes, 15 de marzo de 2016

Donde fracasa la planificación empieza la ciudad espontánea

Nuestra idea de la ciudad se ha formado, en buena medida, a través de imágenes de mapas. Históricamente, los mapas han sido la representación que ha modelado nuestras ideas sobre las primeras ciudades, sobre las ciudades de los grandes imperios, sobre las ciudades ideales y utópicas o sobre las ciudades que consideramos mejor organizadas. Es así como hemos estudiado las ciudades y las ideas sobre la ciudad, y también cómo hemos construido las utopías sobre las buenas ciudades (desde la ciudad jardín a la ciudad radiante pasando por la cuadrícula de Manhattan). Todas estas imágenes nos han invitado siempre a organizar el desarrollo de las ciudades de la mejor manera posible, situando la planificación perfecta como el estado ideal de una ciudad.

Diagrama de la serie “A Group of Smokeless, Slumless Cities”  de Ebenezer Howard
Las tecnologías actuales con servicios como Open Street Map, los SIG, Google Earth y todo tipo de proyectos de visualización de datos espaciales siguen alimentando nuestra pasión por la cartografía y su “ideología” de la planificación. El mundo de la arquitectura, los renders y su imaginería de edificios y urbanismos perfectos sigue alimentando la pasión por diseñar y buscar soluciones perfectas y definitivas sobre cómo organizar la ciudad, algo que en su momento también ofrecieron las maquetas y hoy las posibilidades del big data y el urbanismo cuantitativo como forma de control de lo que ocurre en una ciudad.  Son todos instrumentos del poder, del poder planificador.
Todas estas herramientas tienen su reflejo en una maraña de normativas que materializan la ciudad y su funcionamiento, no sólo desde los departamentos puramente urbanísticos, sino también desde cualquier política sectorial. Licencias, convenios, directrices de ordenación, regulaciones, ordenanzas,…son el brazo armado de quien ejerce el poder de planificación en la ciudad, un poder formalmente sometido al control de las instituciones públicas pero fuertemente limitado por las lógicas y prácticas económicas dominantes. Todo ello forma parte de una dinámica que ha hecho de las ciudades espacios sometidos al control institucional, a la privatización de los espacios públicos, a la sobre-regulación de cualquier uso no planificado o actividad inesperada.

Imagen: Reuters/Eric Feferberg, en World Leaders Posing with Model Cities
Sin embargo, el gozo de la ciudad siempre ha estado muy unido a la capacidad de vivir juntos en un lugar de encuentro, de libertad, de espontaneidad y de creación, circunstancias todas ellas que se resienten en este escenario de hiper planificación soñado por quienes gobiernan la ciudad. La buena noticia es que, a pesar de ello, la ciudad y su uso espontáneo se abre camino incluso en las circunstancias más adversas gracias a personas y colectivos que esperan algo más de ella. Es así cómo, lo que hoy llamamos cultura do it yourself, sigue estando presente en la ciudad en forma de hackeos de su diseño formal, en forma de bricolaje cotidiano o de utilización de la ciudad como soporte de producción y exhibición artística en lugares insospechados. Estos ejemplos nos hablan de una ciudad espontánea que no aparece en los tratados de urbanismo, en los planes generales de ordenación urbana ni en la normativa de licencias y, sin embargo, sucede. Es la ciudad espontánea no obsesionada por la permanencia ni la estabilidad, pero sí preocupada por ofrecer espacio para el aprendizaje, para el disfrute y para la construcción, aunque sea a pequeña escala, de la ciudad que queremos. Una ciudad que tiene sus espacios de juego planificados y zonificados, pero en la que cualquier lugar puede ser el lugar perfecto para jugar al ajedrez.

La ciudad planificada no quiere sólo ordenar el espacio físico; también quiere regular lo que se puede y no se puede hacer. Así es que como las ordenanzas “cívicas” de todo tipo que han ido apareciendo en los últimos tiempos, buscan regular cómo usar la ciudad hasta su detalle más estúpido. Con la excusa de tratar de solucionar conflictos sociales puntuales (espacio público, botellón, prostitución, horarios nocturnos, etc.) han acabado siendo la herramienta de prohibición, control y miedo fundamental para atenazar el uso libre de las ciudades que vivimos. De esta forma, esos textos se han convertido en un compendio de los miedos de las instituciones llegando hasta límites absurdos como prohibir cometas o jugar al dominó, regular cómo usar las fuentes públicas, instruirnos sobre la equipación adecuada para bañarnos en las fuentes o regular el uso de balcones, tenderos de ropa o sillas en la calle. Es ese exceso de regulación el que ha convertido en un hecho casi heroico lo que siempre fue un elemento consustancial a la ciudad: el aprendizaje, la experimentación, la auto-construcción, la personalización, la adaptación,..

El derecho a la ciudad es, como plantea Alberto Corsín, el derecho a la experimentación, a ser activos en infraestructurar la ciudad interviniendo en la construcción material de la ciudad. Esta forma de entender nuestra presencia ciudadana en la ciudad es la que nos permite descubrir que, más allá de los marcos restrictivos que hemos presentado anteriormente, existe una forma de acción ciudadana capaz de recuperar el protagonismo de nuestras manos, nuestras ideas y nuestra capacidad de organización para usar la ciudad de manera protagonista como expertos amateurs. Así es cómo tantas y tantas iniciativas están tratando de recuperar la capacidad de experimentar con la ciudad. Son proyectos que no caben en los mapas que quieren organizar la evolución de la ciudad, que no se puede congelar en un render o regular en una ordenanza. Y, sin embargo, suceden. Es la ciudad invisible al planificador, pero la ciudad real que cambia.

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